Rajarse la mano con una cuchilla de afeitar es algo rápido, impulsivo. Cuando Amalio Álvarez Gonzáles lo hizo, quizás no lo pensó demasiado.
Preparar un ahorcamiento, por otro lado, es algo más demorado y reflexivo. Mientras preparaba su propio cadalso en la celda del Combinado del Este, es posible que sí le hayan pasado muchas cosas por la cabeza. Puede haber pensado en la madre que, cuando él solo tenía meses de nacido, se roció alcohol encima y se prendió un fuego mortal. Puede haber pensado en su hermana mayor, Esperanza, que ha sido su verdadera madre desde que tiene consciencia. Y, seguramente, debe haber pensado en el día que lo llevó a esa celda.
Aquel día, el overol azul de trabajador de Comunales debe habérsele abierto en algún momento, entre la multitud y los empujones y los golpes, para dejarle el torso desnudo. Por eso quedarían en su espalda las marcas de los metros que fue arrastrado por el pavimento irregular, lleno de piedras, de la calzada principal de la Güinera, como mismo quedaría en la calzada la sangre que se le escapaba del cuerpo y algunos jirones de su piel rota.
Amalio quizás no haya sentido todo lo que debió sentir, para suerte suya. Estaba borracho, como lo ha estado la mayor parte del tiempo desde su adolescencia.
Amalio es un hombre de 44 años al cual el alcohol ha dejado con el cuerpo de un anciano de sesenta y tantos. Es pequeño, canoso, arrugado. Si fuera un dibujo animado, hubiera sido uno de esos que los dibujantes pintan con la nariz muy roja y la botella siempre en la mano, y que le suelen caer muy bien al espectador, porque entre chistes, situaciones cómicas y un estado etílico constante, se dejan ver como personajes prácticamente libres de maldad.
En la vida real, no siempre estaba con la botella en la mano. Esperanza se lo llevaba cada cierto tiempo para su casa e intentaba ayudarlo a superar su adicción, pero él, aunque inicialmente solía mostrarse receptivo, tranquilo y hasta trabajador, ayudándola con lo que hiciera falta, siempre terminaba aprovechando cualquier oportunidad para escaparse y volver a llenarse de alcohol y a ser el de siempre: el borrachín alegre que conocía y hacía reír a todo el reparto.
El 12 de julio de 2021, acabó uno de esos ciclos de sobriedad temporal. Amalio aprovechó su obligación de asistir al trabajo para salir de casa de Esperanza y beber por todos los días que no lo había hecho. Ese día, también, se alzó la Güinera, como continuación de las protestas masivas que habían comenzado en Cuba el día anterior, 11 de julio, y Amalio se unió a la multitud que reclamaba una vida digna para el pueblo cubano.
La jornada de protestas del 11 había terminado con violencia policial en muchas partes del país, y la del 12 sería peor. Para las autoridades, permitir un segundo día de alzamiento significaba arriesgarse a que hubiera un tercero, un cuarto y quizás una seguidilla que terminara en huelga general. Como Miguel Díaz-Canel había dicho en televisión nacional: la orden de combate estaba dada. Cuando llegaron los antidisturbios a cumplirla, quienes quisieron y pudieron, huyeron, otros se defendieron, y entre todos, quedó Amalio, borracho y confundido.
En su juicio, dos policías ilesos darían testimonio sobre cómo Amalio los agredió brutalmente. Para uno, los sorprendió luego de salir de detrás de una columna. Para el otro, salió de detrás de un tanque de agua. Los dos estuvieron en la Esquina de Toyo. Amalio siempre estuvo en la Güinera.
Ahí, según testigos, fue golpeado por los boinas negras, lanzado al suelo y luego golpeado con más fuerza. Le dieron con tonfas, con los puños, con las piernas, lo pisotearon… Su cabeza mostraría, por semanas, la marca de una bota.
En el juicio, lo condenaron a 26 años por el supuesto delito de sedición. Tiempo después, luego de ser apelada, la condena bajaría a 15 años.
En la Güinera, tras dejarlo inconsciente a golpes, le destrozaron la espalda al arrastrarlo por varias cuadras hasta la Estación de Policía del Capri.
Los vecinos que estaban en el lugar lo dieron por muerto. Esperanza, inicialmente, también. Pero la muerte no se lo llevó. Tampoco lo hizo cuando intentó ahorcarse en la celda, ni cuando se rajó el brazo con la cuchilla de afeitar. No se lo ha llevado cuando la abstinencia repentina y forzada lo ha hecho entrar en pánico, transpirar exageradamente, temblar como si se congelara en las noches calurosas.
La muerte parece estar decidida a dejarlo, para que termine de sufrir su injusta pena o, quizás, para que alcance a ver cómo llega la verdadera justicia.