El 22 de octubre de 2021, Yussuan Villalba llamó a Ania, su madre, para despedirse. Había hecho cuentas: cuando saliera de prisión, su hija Yeily tendría 22 años. Se habría perdido su niñez, la etapa en la que más lo iba a necesitar, y ella habría tenido que vivir toda la vida con la escasez provocada en la familia por tener que conseguir comida, aseo y otros objetos necesarios para llevarle a él cada mes. La conversación telefónica fue corta: «Mamá, me voy a dar un sogazo». Listo.
El 14 de julio de ese mismo año, su vida aún se desarrollaba con tranquilidad. Era la tardenoche y Yussuan terminaba de bañarse. Yeni, su mujer, esperaba en la sala con la niña cargada. A esa hora, Yussuan solía jugar con su hija hasta la noche.
Antes empezó a afeitarse, todavía desnudo y en el baño. Tenía el rostro enjabonado cuando sonaron los golpes en la puerta. Era raro que alguien tocara así, sin aviso. El edificio número 651 de la calle San Indalecio, en Santo Suárez, donde vivían desde hacía más de cuatro años, tiene una reja que se mantiene siempre cerrada. Para que cualquier visita entre, algún vecino debe abrirle.
Y si era difícil que alguien hubiera entrado sin avisar, más lo era que hubiera llegado hasta el último piso, donde está su apartamento, sin ellos haberse enterado de ninguna forma.
Yeni fue hasta la puerta con la niña en brazos. No abrió automáticamente, por lo extraño de la situación. Preguntó: ¿Quién es?, y una voz masculina le respondió: El cobrador de la luz.
¿La luz? ¿Tan tarde? La situación se hacía cada vez más extraña.
Yeni le transmitió la información hasta el baño a su marido. A los dos les llamó mucho la atención, pero coincidieron en que, al final, por si de verdad resultaba ser el cobrador de la empresa eléctrica, tenían que abrir.
En cuanto Yeni quitó el pestillo, la puerta se abrió disparada. Entraron alrededor de diez hombres. Ella intentó detenerlos, pero la empujaron y se la quitaron de en medio, sin importar que aún cargara a la pequeña.
En segundos, recorrieron toda la casa hasta llegar al baño. Yussuán todavía estaba desnudo y con la cara medio enjabonada. Así lo sacaron a empujones. Lo hicieron salir de su apartamento. A patadas y puñetazos, lo obligaron a bajar las escaleras. Lo subieron desnudo a un camión.
Yeni les gritaba y los seguía con el celular, filmándolo todo. Antes de irse, uno de los agentes de la seguridad del estado notó que grababa, cambió por completo su actitud y le pidió que buscara ropa para llevarse vestido a su esposo.
Tres días antes, Yussuan había participado en las protestas antigubernamentales del 11 de julio, por lo cual, inicialmente, le fue informado a su familia que se le acusaría de desorden público, con una petición fiscal que debía rondar entre un año o un año y medio de trabajos correccionales. En poco tiempo se le agregaron, a ese delito inicial, los de daños y atentado, y la petición fiscal subió a entre uno y cinco años de privación de libertad. Para octubre, solo tres meses después, le fue añadido el delito de sedición y la petición subió a unas terribles dos décadas en prisión. Fue entonces cuando Yussuan decidió que lo mejor sería morir.
Su madre lo convenció de seguir viviendo, de que la peor carga para su hija no sería tener un padre preso, sino uno muerto, y él lo interiorizó y se llenó de fuerza para continuar resistiendo.
Así, resistió el juicio, donde presentaron una única prueba en su contra: un video de segundos de duración en el cual se le veía agachándose en medio de las protestas y recogiendo algo. Eso, algo. No se definía qué. Sin embargo, la fiscalía y la jueza supusieron que fue una piedra, que la lanzó, que no fue solo esa, sino que lanzó muchas piedras, las cuales impactaron e hirieron a agentes de las fuerzas policiales. Incluso se barajó la posibilidad de que un teniente coronel del Ministerio del Interior, fallecido por complicaciones producto de un trombo, hubiera muerto producto de una de las piedras lanzadas por él o de otro de los juzgados el mismo día. ¿Qué la muerte del teniente coronel ocurrió ocho meses después de las protestas? No importaba.
Resistió salir de ese juicio con una condena de 18 años. Llegó hasta el de apelación, donde le bajó a 10. Resistió también el asma en prisión, las humillaciones, las complicaciones dermatológicas que han devenido en un vitiligo. Resistió celdas de castigo en las cuales apenas podía moverse. En una, por estar tanto tiempo quieto y apretado, perdió el movimiento en sus piernas. Tuvo que seguir resistiendo hasta lograr volver a caminar. Ha resistido mucho. Lo ha resistido todo. Y para recordar por qué sigue resistiendo, además de llevar siempre el recuerdo de su hija, se tatuó en el pecho, bien visible: Patria, Vida y Libertad; y también por eso tuvo que resistir otra celda de castigo.