Cuando Luis Armando Cruz Aguilera terminó la enseñanza secundaria, tenía su futuro decidido entre dos posibles opciones: quería trabajar en algo relacionado con el transporte como su papá, que era chofer de rastras, o ser militar. La familia lo aconsejó olvidar la segunda y él terminó estudiando la carrera de Explotación del Transporte.
Al terminarla, buscó trabajo en todas partes, pero se encontró con la realidad de que en ninguna parte lo contratarían sin el documento conocido como Anexo 1, prueba de haber terminado el Servicio Militar obligatorio en Cuba para todos los hombres a partir de los 18 años.
Como no lo captaban, y hasta que no lo hicieran no podría trabajar, él mismo se entregó en el comité militar. En solo cuatro meses como soldado, lo seleccionaron para un curso de Sargento Instructor, tras el cual comenzó a enseñar los hábitos militares a nuevos reclutas y obtuvo el primer salario de su vida. Desde niño es bueno para las actividades físicas y sobre todo para deportes de combate, así que tras seis meses en su nuevo cargo fue nuevamente seleccionado, esta vez para integrar las filas de las Tropas Especiales cubanas, conocidas como Avispas Negras. Aceptó. Estuvo seis meses sin ir a su casa hasta que le dieron pase y, entonces, llegó cambiado. Estaba callado, cabizbajo. «Estoy decepcionado de eso y de toda esa gente», le dijo a María Celia Aguilera, su madre, junto con la aseveración de que él no tenía el temperamento para hacer lo que hacían esa gente y, por tanto, no regresaría a la unidad. Nunca dijo qué vio o vivió en esa etapa, solo eso.
Luego de que varios oficiales pasaran por su casa, primero para tratar de convencerlo de regresar, luego para amenazarlo con lo que podría pasarle si no lo hacía, volvió, pero solo para terminar, como soldado, los meses de servicio militar que le quedaban. No regresó ni quiso saber más de las Tropas Especiales.
Finalmente terminó esa etapa, volvió a ser civil y se suponía que al fin encontraría un trabajo y se desarrollaría su vida como la había planeado. Sin embargo, apenas semanas después de haber acabado el Servicio Militar en aquel año 2021, fue 11 de julio.
Luis Armando fue a cortarse el cabello. Dijo que regresaría rápido. No podía imaginarse que, terminando el barbero de hacerle el corte, pasarían cientos de personas frente a la barbería gritando consignas y frases sueltas que pedían una vida digna y libre para los cubanos. Él se les unió. Fueron en paz hasta el Café Colón del municipio 10 de Octubre, donde la policía los esperaba para intentar cortar la marcha como fuera. Con palos, pedradas, tonfas, spray de pimienta, perros, tiros… Luis vio cómo un agente de la seguridad apaleaba a una joven. Se metió en medio. Recibió todo tipo de golpes. Los manifestantes se vieron obligados a replegarse, aunque no pararon. Las protestas siguieron por horas. Hubo muchos otros enfrentamientos.
En la noche, Celia se preguntaba qué le habría ocurrido a su hijo, de quien no había tenido noticias. Sabía de la ola de violencia y detenciones que habían desplegado los órganos represivos del gobierno. Una vecina salió en su moto a buscar cualquier noticia sobre el joven y regresó sin nada.
Un rato después, llegó Luis. Venía golpeado, con la ropa hecha ripios, hematomas visibles y una herida profunda en el pie izquierdo. Celia se la curó en casa como pudo. Sabía que llevarlo al hospital, ese día, era entregarlo, adelantar lo que, como sabrían luego, era inevitable.
Tuvieron diez días de supuesta calma, durmiendo mal y escuchando todo tipo de historias de manifestantes apresados, secuestrados en sus propias casas. La primera vez que fueron a buscarlo, Celia dijo que había salido y se fueron, aunque sabían que sí estaba. Lo habían visto bajar a poner el motor del agua. La segunda vez que notaron la vigilancia, habían salido madre e hijo a la bodega y se hizo evidente que lo estaban siguiendo. La tercera vez, otro día de agua, lo estaban esperando bajo su edificio más de diez oficiales con dos carros patrulla y una camioneta de Tropas Especiales. Celia volvió a decirles que no estaba, que había ido para casa de la novia. Un Mayor, supuestamente llamado Alberto, se identificó como el líder de la operación y ella le pidió su número de teléfono, le dijo que cuando llegara su hijo, ella misma lo llamaría.
Alrededor de las 7 de la noche, ese mismo día, decidieron que lo mejor era entregarse. Cualquier persecución más estirada podía devenir en más violencia. Celia llamó al Mayor Alberto y en pocos minutos estaban en el edificio. No se preocupe, le dijeron, en un rato se los traemos nosotros mismos.
Pasaría 5 meses sin verlo, recibiendo solo algunas llamadas furtivas en las cuales él luchaba por no contarle, como lo haría luego públicamente, sobre los golpes recibidos al llegar a prisión y las vejaciones ahí vividas.
Al joven Luis Armando le impusieron una sentencia de 10 años por los delitos de reclamar libertad, dignidad y resistir las agresiones de sus represores. Lo único bueno es que, en medio de la tristeza y la sorpresa inevitables por su condena, no tuvo también que decepcionarse de la justicia militarizada de la isla. Decepcionado ya estaba desde antes, desde que, como diría Martí, vivió en el monstruo y le conoció las entrañas.
Consulte aquí todos los datos del prisionero político Luis Armando Cruz Aguilera en la lista oficial de Prisoners Defenders: https://lista.prisonersdefenders.org/prisioneros/luis-armando-cruz-aguilera/