Llámalo por su nombre

Historias de los que se atrevieron a gritar "libertad" en Cuba


Por Ray Pascual

El día en el que destrozaron a la familia León

Elizabeth León sufre de algunos trastornos nerviosos y un tumor renal, pero el 12 de julio de 2021 todavía tenía el pulso y la capacidad de concentración necesarios para dedicarse al arreglo de uñas.

Nada indicaba que no sería un día normal. Su barrio, dentro de la zona de la Güinera, no parecía tener un sobresalto o un bullicio más allá de lo normal en cualquier barriada popular cubana. Elizabeth descansaba en su casa, construida como una especie de nave sobre otra construcción de mampostería. Quizás había fijado un turno para pintarle las uñas a alguna vecina. Seguramente le daba alimento a los pollos que tiene campando a sus anchas por la vivienda. Sus nietos jugaban en el patio que finaliza en un portón metálico grande que da a la calle. Su hijo Santiago Vázquez León, a punto de acabar su servicio militar obligatorio, estaba de pase y había salido a dar una vuelta.

Cuando regresó, se le veía pálido, su respiración era acelerada, no podía calmarse. Le contó de la manifestación que se había armado no muy lejos de ahí.

   –La gente estaba como loca, tiraba piedras –le dijo–, y la policía también tiraba piedras y tiros. Estaban disparando. Al lado mío mataron a un muchacho. Ahí mismo, al lado mío…

El bullicio en la calle detuvo la historia. La normalidad del barrio se rompió de pronto por muchas voces altas y sonidos de golpes en el portón de su patio.

   –Quédate aquí, no salgas –ordenó Elizabeth a su hijo y corrió a ver qué pasaba.

Fuera se había reunido toda la diversidad posible entre la fauna del Ministerio del Interior: oficiales de la Policía, boinas negras de las Tropas Especiales, agentes vestidos de civil…

   –¡Espérense un momento! ¡Déjenme meter a los niños! –les gritó Elizabeth, pero el portón cada vez se retorcía con más fuerza.

Desde la calle, unos ocho empujaban sin detenerse. Dentro, Elizabeth corría de un lado a otro. Trataba de hacer entrar a sus nietos, de mantener a Santiago dentro de la casa, de evitar la entrada de los policías hasta que todo estuviera en orden. El portón se desprendió. Los niños seguían en el patio. Santiago estaba espantado sobre las escaleras metálicas. Elizabeth seguía intentando detenerlo todo…

José Antonio Gómez León era estibador en una empresa cercana a su casa. A pesar de sufrir un principio de leucemia que hacía a su organismo no coagular la sangre con normalidad, contaba de buena fortaleza física. Vivía en un segundo piso, justo frente a la casa de su madre.

Aquel 12 de julio, estaba trancado en su casa cuando sintió el escándalo cada vez más fuerte. Se asomó al balcón y vio el momento preciso en el que los policías entraban como hormigas al patio del frente. Elizabeth, su madre, intentó detenerlos, se les plantó delante como un muro, y la empujaron, la golpearon en el vientre, en el rostro, en las piernas.

   –¡Oigan, con mi mamá no, conmigo! –les gritó, pero no le hicieron caso.

Encontró dos o tres piedras quién sabe dónde, quizás las arrancó de alguna zona débil del balcón, y las tiró para girar la atención hacia él. Uno de los policías, sin pensárselo, desenfundó su pistola y le disparó. José Antonio saltó. Logró esquivarlo. «¡No tiren! ¡Hay niños!», gritaba el barrio. El policía volvió a apuntarle. José Antonio, sin saber qué hacer, se lanzó por el balcón y quedó prendido de un cable del fluido eléctrico. Otro policía le disparó, pera esta vez con balas de goma. Una le impactó en el estómago. Otra en el rostro. Comenzó a soltar sangre por la boca. Un torrente sin fin. Se empapó todo de sangre, pero no se soltó. Lo agarraron por los pies y comenzaron a halarlo. Todavía aguantó unos minutos. Finalmente cayó. Sintió el crujido y el dolor intenso en su pierna derecha. Una fractura en la tibia y dos en el peroné, sabría después. En ese momento, solo supo que, sin poder afincar la pierna, golpeado y sangrante, debía ir cojeando y aguantando empujones hasta la Calzada de la Güinera, a donde lo conducían los agentes, si no quería, además, ser arrastrado como un saco de papas o un muerto…

Ante la escena de los golpes a su madre y los disparos a su hermano, Santiago cayó desmayado en el final de la escalera. Fue recobrando la consciencia por una seguidilla de movimientos y contracciones involuntarias que, cuando estuvo del todo despierto, pudo asociar a las patadas que recibía en el suelo. Le ordenaron que se levantara. Lo hizo como pudo, pero pronto volvió a caer. Era parte de un juego que consistía en hacerlo ponerse en pie y volver a tumbarlo a golpes, hasta que se lo llevaron también…

Frandy González León caminaba, casualmente, por la esquina por la cual conducían a José Antonio cojeando y dejando un río de sangre tras de sí.

   –¡Llévenlo al policlínico rápido! –les gritó a los policías– ¡A él la sangre no le coagula! ¡Se va a desangrar!

Uno de los oficiales se interesó por saber quién era y cómo sabía tanto sobre su detenido.

   –Porque yo soy su hermano– dijo y fue lo único necesario para que lo esposaran y se lo llevaran…

Cinco días después, en un barrio cercano, detendrían también a Adonis, conocido como Popoy, el cuarto y último hijo varón de Elizabeth. A este los soltarían a los 56 días. Por otra parte, Santiago sería condenado a 10 años de privación de libertad, Frandy a ocho por el increíble delito de reconocer a su hermano y José Antonio, quien nunca estuvo en las protestas, a siete.

En una fracción temporal de no más de una hora, el 12 de julio de 2021, la familia León fue destrozada metafórica y casi literalmente.

Esta sección está dirigida por el periodista independiente Ray Pascual.
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